Siempre me ha gustado besar. Quizás es una de las sensaciones más bonitas del universo: Ese momento en el que dos labios se unen en un único cuerpo.
Me gusta besar en la mejilla, en el pelo, en la espalda. Reconozco que soy un poco despegada al contacto físico pero cuando lo abrazo, ahí me quedo.
Siempre me fijo en la gente que se besa. Paso por una gran estación a diario y no puedo evitar mirar esos besos de reencuentro o de despedida, cada uno con su sabor.
Ayer puse un tweet de los tantos que pongo en mi errática cuenta. Ya no se dan besos con lengua. Se han perdido. Se los ha comido el tiempo, esta maldita sociedad caníbal. Es un mal endémico.
No podemos pararnos dos segundos a mover este bonito músculo y ponerlo a explorar en la cavidad ajena. No podemos perder tiempo en este dulce menester porque tenemos que mirar las notificaciones del móvil, actualizar Instagram, no perder el hilo al fomo.
Es una pérdida terrible. Me encanta un morreo. Para mí es una cúspide de la felicidad, algo que no entiende de horas, minutos o segundos. Pero no tenemos tiempo de entregarnos al prójimo porque perdemos el Cercanías, se nos pasa la clase del gimnasio o después de una jornada laboral extenuante no tenemos fuerza vital.
El domingo fue el día internacional del beso y solo recuerdo levantarme con una leve resaca, emocional y física. No tuve tiempo de celebrar.
Desde aquí reivindico tener tiempo para besar. Para mirarnos a la ojos. Para tocarnos la mano. Para el piel con piel. Para respirar profundo. Para un abrazo sin cronómetro. Para dar vueltas al café sin agobios. Para mirar al cielo sin pesares. Para sentir que estar aquí es real.