El otro día estuve de festival. Misteriosamente volví con prácticamente el mismo nivel de batería con el que salí de casa. Es algo raro pero la prueba de que no se necesita nada si la compañía es un 10.
Llegaron las noches de calor, los días de sol ardiente. El placer de pasear por las grandes avenidas de Madrid con la espalda al aire por si entra ese pequeño resquicio de frescor en el cuerpo. Las veladas eternas que pueden incluso acabar en un banco de la plaza de Chamberí hablando de todo y nada. Perderse por el centro y no encontrar la salida ni del bar ni de tu vida.
También han llegado las tardes al borde de la piscina con un libro, pintarse las uñas de rojo, oler a protector solar. Los vestidos de lino, el pelo algo enmarañado. Los bolsos de rabia, las flores, los colores neutros. Enamorarse de la vida.
Llega el momento de planificar el verano: Londres en verano cual rata urbana que soy, fantasear con Oporto y sus estupendos atardeceres (y restaurantes), volver a Cádiz a bañarme de luz. Algún concierto, algún festival. Madrid desierto en algún momento y conseguir mesa en ese sitio que anhelabas durante el año. Málaga con amigos, compartir mesa con la gente que te llena el alma. Las verbenas.
Todo va bien cuando se está bien. No dependes del móvil. Te sumerges en conversaciones interesantes sobre lo que sea, no necesitas ser víctima del poder de la notificación. Estás comiendo y te centras en lo que masticas, no en el entorno que te rodea. No necesitas saber de más. Dejas decenas de conversaciones sin abrir. Estás en el presente, en la realidad.
Me da mucha pena lo poco que dura el verano. Para mí es Weezer, Real Estate o Wilco. Es ver pelis a la noche cuando el aire comienza a pesar un poquito menos. Es recordar lo que ya no es o lo que será. Mi estación más preciada del año.
No ha sido fácil llegar aquí, a este estado mental, pero aunque en el camino haya muchas piedras lo importante es esquivarlas. O apartarlas del camino, que no se te metan en las zapatillas.